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1Por aquel mismo tiempo, Antíoco se vio obligado a retirarse en pleno desorden de las regiones de Persia.
2Sucedió así, porque, habiendo entrado en la ciudad llamada Persépolis, trató de saquear el templo y adueñarse de la ciudad; pero la gente amotinada se levantó en armas, y Antíoco, derrotado por los habitantes del país, tuvo que emprender una vergonzosa retirada.[#9,2: Esta ciudad había sido destruida por Alejandro Magno. El templo estaría situado más bien en Elimaida, al norte de Persépolis (1 Ma 6,1).]
3Cuando ya estaba cerca de Ecbatana, tuvo noticias de lo ocurrido con Nicanor y con las tropas de Timoteo.[#9,3: La actual Hamadán, a 700 km al nordeste de Persépolis. En realidad, Antíoco murió en Tabes, a medio camino entre estas dos ciudades.]
4Rebosante de ira, decidió entonces hacer pagar a los judíos la afrenta de su derrota y de su huida ante los persas. Por lo cual ordenó al auriga que condujera el carro sin detenerse hasta el término del viaje. Sin embargo, el juicio del cielo era inminente, pues Antíoco había dicho en su arrogancia: “En cuanto llegue a Jerusalén, haré de la ciudad un cementerio para judíos”.
5Pero el Señor, Dios de Israel, que todo lo ve, lo castigó con un mal incurable e invisible: apenas hubo pronunciado tales palabras, le sobrevino un intenso dolor en las entrañas, con agudos dolores intestinales.
6Esto fue un merecido pago para quien había torturado las entrañas de otros con tantos refinados suplicios.
7A pesar de todo, Antíoco mantuvo su actitud arrogante. En el colmo de su soberbia, y respirando llamas de odio contra los judíos, mandó acelerar más la marcha. Pero sucedió que, mientras avanzaba velozmente, se cayó del carro y, con el violento golpe de la caída, se le dislocaron todos los miembros de su cuerpo.
8Así pues, el que con jactancia sobrehumana se creía capaz de dar órdenes a las olas del mar, y de pesar en una balanza las cimas de los montes, tuvo que ser transportado en una camilla. ¡Así Dios puso de manifiesto todo su poder![#Is 40,12; 51,15; Sal 65,8.]
9Del cuerpo de aquel malvado brotaban gusanos y, todavía con vida, se le caía la carne a pedazos en medio de horribles dolores. Su cuerpo comenzó a pudrirse, de tal modo que ni siquiera su ejército podía tolerar el hedor que desprendía.[#9,9: Se ignora la naturaleza exacta de la enfermedad de Antíoco. Posiblemente el relato que encontramos aquí tiene más que ver con una determinada visión teológica (ver nota a 9,1-29) que con la descripción de una enfermedad.; #Hch 12,23.]
10Tanta era la fetidez, que nadie quería llevar al que poco antes se imaginaba poder alcanzar las estrellas del cielo.
11Entonces, con la tortura de aquel castigo divino que por momentos se hacía más doloroso, comenzó a moderar su extrema arrogancia y a entrar en razón.
12Y como ni él mismo podía soportar su propio hedor, dijo:
— Es justo someterse a Dios, y ningún simple mortal debe creerse igual a él.
13Este criminal comenzó entonces a suplicar a Dios soberano, que no iba a apiadarse de él, prometiendo[#9,13: Lit. , para evitar la mención expresa del nombre divino.]
14declarar libre a la ciudad santa, a la que antes se había dirigido apresuradamente para arrasarla y convertirla en un cementerio.
15También prometía equiparar en derechos a los judíos con los atenienses, cuando poco antes los consideraba indignos de tener sepultura y eran tan sólo buenos para pasto de las aves de rapiña o para ser arrojados con sus hijos a las fieras.
16En cuanto al santo Templo que él mismo había saqueado, prometía ahora adornarlo con las más hermosas ofrendas, devolver con creces los objetos consagrados y proveer con su propio dinero a los gastos de los sacrificios.
17Finalmente estaba dispuesto incluso a hacerse judío, y a recorrer todo lugar habitado proclamando el poder de Dios.[#9,17: Ver Dn 4,31-33 donde Nabucodonosor (tras el que se intuye la figura de Antíoco Epífanes) manifiesta la misma actitud.]
18Pero sus dolores no se calmaban en manera alguna, porque la justa condenación de Dios había caído sobre él. En el colmo de su desesperación, escribió a los judíos una carta de súplica, que decía así:
19“El rey y general Antíoco saluda a los judíos, excelentes ciudadanos, y les desea salud y bienestar.
20Me alegraré de que, gracias a Dios, ustedes y sus hijos gocen de buena salud y sus asuntos marchen como desean.
21En cuanto a mí, que al regresar de la región de Persia contraje una penosa enfermedad, recuerdo con gratitud sus muestras de afecto y respeto, y he creído necesario preocuparme por la común seguridad de todos.
22No es que yo desespere de mi situación, pues tengo mucha confianza en llegar a restablecerme de esta enfermedad;
23sin embargo, tengo presente que, cuando mi padre emprendía una campaña militar en las regiones altas, designaba un sucesor[#9,23: Antíoco III había asociado al trono a su hijo Antíoco el Joven, antes de su campaña oriental en torno al 210 a. C.; y a su hijo Seleuco IV, antes de su campaña en Asia Menor hacia el año 192 a. C.]
24a fin de que, si sucedía algo imprevisto o corría algún rumor desagradable, los habitantes de las provincias no se sintieran intranquilos, conociendo de antemano a quién se le había confiado el gobierno.
25Me consta, además, que los gobernantes de los países vecinos a mi reino están al acecho de una oportunidad favorable. Por eso he designado rey a mi hijo Antíoco, a quien en muchas ocasiones, durante mis campañas en las regiones altas, ya había presentado y recomendado a la mayor parte de ustedes. A él le he escrito la carta que va a continuación.
26Les ruego, pues, a todos ustedes, que no olviden los beneficios públicos y privados que de mí han recibido, sino que conserven hacia mi hijo la misma lealtad que han tenido conmigo.
27Porque estoy convencido de que él seguirá una línea de moderación y humanidad, de acuerdo con mis principios”.
28De este modo murió aquel asesino y blasfemo, que tanto había hecho padecer a otros. Su vida terminó miserablemente en un país extranjero, entre montañas, y sufriendo los más atroces tormentos.
29Su cuerpo lo recogió Filipo, amigo suyo de la infancia. Pero como este no se fiaba del hijo de Antíoco, se dirigió a Egipto, a la corte de Tolomeo Filométor.[#9,29: Es difícil conciliar este detalle con 1 Ma 6,55-63. Probablemente Filipo permanezca en Egipto desde el 164 hasta finales del 163 a. C. (13,23).]